viernes, 21 de septiembre de 2012

La marea



El despertar de cada mañana se hacía intenso, frío... en sus manos cabía el miedo, en los ojos la duda y en las pupilas lo poco que le quedaba ya de sueño.
La piel seca al sol y el olor propio de la arena. El mar había transportado en su seno el cuerpo desnudo de aquel que llevaba ya demasiado tiempo vagando, perdido en alta mar.
La voz apagada y el sabor a sed en la lengua... aun así quedaba el sentimiento de haber ganado algo, siempre a contracorriente.
Tempestades y aguaceros sucumbieron sus espaldas, pero no hay mejor manera de vencerlas que con tus manos, con el sentir del latir un corazón cada vez menos ajeno a su cuerpo, quizás se convertía en algo más cercano y más certero... pero aún dolia la cabeza de las intensas jornadas que la mar le había hecho pasar.
No osbtante, ya no sentía miedo entre las pestañas... le había vuelto a ganar otra contrapartida a la vida y había conseguido hacerse en ella un pequeño hueco, en los ojos melodiosos de un alma impaciente, que sin duda alguna vagaba de igual manera por las tierras de este oscuro acantilado donde estallaba la marea.
Sus pies que poco a poco descansaban en la arena, con un andar profundo, como de otro mundo, haciéndose casi uno con las conchas que el agua había ido depositando.
Rasgaban las piedras y casi se hacía de noche... pero ¡qué demonios! era la noche más bella que jamás había visto: el cielo estrellado y los pies en tierra. Me había agarrado sin querer a sus tobillos y tendiéndome la mano tiraba de mí como nadie jamás pudo hacer. Le miré a la cara, me mostró una sonrisa y sin mediar palabra se la devolví.
Desde entonces, pues, suyos son mis labios y mi piel.
No se si tenía alas pero me pareció ser un ángel, que me había sacado desde la mismísima nada sin pedir nada a cambio... quizás una sonrisa, o todas las que me quedaban.
Y se me olvidó quién yo era, desde ese preciso momento y sentí volver a nacer.

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