Siendo los ojos diferentes, mirando siempre más allá de lo que puede el
abismo, el inconsciente se abruma, las trabas de la realidad que siempre
permanece te mira, con la frente torcida y la sonrísa picaresca de que
algo está esperando.
Y no es otro que tú, en un estado omnisciente,
poco consciente y a la vez dormido, donde las circunstancias te atronan
como una tormenta de verano. Un buen día, sin saberlo, el sol se apaga y
comienza a llover, desesperado por irse, por esconderse, cansado de
iluminar se tuerce y vuelve a llegar la oscuridad.
El cerbero en la
puerta, otro que te mira con deseos inhumanos, pero como la oscuridad ya
no nos asusta, encendemos una vela, de esas pocas que permanecen
escondidas en aguna parte de tu pantalón.
Yesca y pedernal.
Una chispa y adiós.
Su
cara más cerca de tí de lo que imaginas, sus babas mojan tu cabeza, la
rabia del perro te ahuyenta, pero no. No. Le miras a los ojos y le
dices: NO.
Una vez el can fuera, las puertas cerradas te esperan, es
el infierno infinito, el tuyo solo que debes atravesar con tus propios
pies.
Y estando en el fuego, con la mente candente de recuerdo, te
ahogas, sin respiración te quedas. Pero no, seguir andando y no,
simplemente no.
Tras mese, años o media vida quizás consigues llegar
al sol, tu solo, con tu abismo, y miras atrás, medio ciego y con la piel
húmeda, los ropajes rotos, más viejo que ayer y viendo todo ese camino,
sales al fondo sintiéndote tú en cada instante, porque lo has vencido,
porque has podido. Y de nuevo forjándote la armadura, sales valeroso del
combate. Sonríes, te miras y ya no eres el que era, eres el que simple y
complejamente es.
1 comentario:
Oye, felicidades, escribes precioso.
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