Una imagen impresionante.
El sol se dejaba caer ya por el horizonte del desierto y un manto anaranjado cubría la arena. El nómada, un hombre que todo el mundo conocía pero nadie había visto, andaba solitario por entre las dunas
cual animal que no necesita de la manada, reflejando su sombra allá por donde pasase.
El nómada, que con una sonrisa recorría a pie de un lado a otro el país, no le importaba el calor ni tan si quiera el frío nocturno, ni el cansancio, lo único que le importaba era conocer. Conocer su camino.
Y así, cada parada se convertía en un espléndido momento lleno de sorpresas que él solo podía comprender. Cada animal, cada planta, cada persona u objeto era digno de toda su admiración.
El pelaje de los caballos y las ovejas, el movimiento de las personas en las pequeñas villas, las manufacturas de los artesanos, el agua que corre en las fuentes, el anochecer en cada barrio e incluso las voces de las personas y sus insignificantes historias, insignificantes para aquellos que no saben apreciar lo mucho que dicen la multitud de palabras que componen una historia.
Y así, con gran asombro de la vida el nómada aprendía del mundo, y no siendo solo esto sino que comunicaba sus experiencias como si las estuviera volviendo a vivir.
Siendo un oasis andante en medio del desierto, el nómada proseguía su camino siempre hacia delante con una gran sonrisa en la cara y los ojos iluminados del día a día.
Se vivía a sí mismo. Y le encantaba.